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POR JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE HISTORIADOR, DIRECTOR DEL INSTITUTO EMILIO RAVIGNANI
Tanto el gobierno argentino como el británico echan mano del nacionalismo, aunque en dosis distintas. Ese lenguaje es una de las peores armas políticas, porque es proclive a producir efectos contrarios a los reales intereses de una nación.
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29/03/12 - Clarin
A partir de los anuncios sobre la posible riqueza petrolera existente en torno a las Malvinas, elconflicto sobre la soberanía cobró nueva dimensión, acentuada por el refuerzo de la presencia militar británica en el Atlántico Sur y por la aparición de Brasil como nuevo actor inquieto por tales novedades.
El gobierno argentino obtuvo un éxito diplomático al lograr la solidaridad de países sudamericanos y del Caribe. Pero en su tratamiento público de la cuestión suele expresarse de una manera que por momentos recuerda a la retórica nacionalista que acompañó la invasión de las islas . Es también de advertir que una excesiva agitación del conflicto crea incomodidad en aliados, como el Brasil, que no quisieran complicar más sus relaciones con el Reino Unido. En cuestiones como ésta, perder la calma es lo más propicio a perder el pleito.
Respecto de la soberanía de las islas, tanto a españoles como a británicos les fue difícil probar fehacientemente su legitimidad, entre otras razones, por diferencias de criterios jurídicos en que se amparaban cada una de las partes. Pero es cierto que independientemente de la querella histórica en torno a los derechos que tendrían Argentina y Gran Bretaña para reclamar la posesión de las islas Malvinas, la ocupación de Puerto Egmont en 1833 fue un acto de fuerza violatorio del derecho de gentes, lo que resiente el argumento de que es una cuestión caducada por el paso del tiempo y por la existencia de una población británica en las islas .
Sabemos que las relaciones entre un gran Estado con otro menor suelen no ajustarse al derecho. Es natural, señalaba Norberto Bobbio, que un Estado pequeño se vea obligado a respetar un pacto con un Estado grande, mientras que no lo es lo contrario. Así ocurrió en 1833, pese al Tratado de Amistad, comercio y navegación entre las Provincias Unidas y Gran Bretaña de 1825, con un estilo similar al sufrido por Brasil cuando el bloqueo de Río de Janeiro en 1862.
Al respecto, Andrés Bello recordaba que el Times de Londres explicó entonces que “el Brasil es una potencia de segundo orden, y las potencias débiles no tienen el derecho de hallarse en culpa para con las grandes potencias. Cuando un pequeño Estado ofende gravemente a un grande Estado, el fuerte castiga al débil prontamente y del modo debido.” Hechos de esta naturaleza generan resentimiento , el que suele perdurar a lo largo del tiempo y estimular pasiones que pueden ser manipuladas para aventuras como la de 1982.
La retórica nacionalista se ejerce así sobre un terreno abonado por la memoria histórica . Por eso, ese lenguaje es una de las peores armas políticas, proclive por otra parte a producir efectos contrarios a los reales intereses de una nación. Y no cambia este juicio el hecho de que esa forma de nacionalismo también esté siendo utilizada por el gobierno británico en busca de réditos políticos internos.
Todo esto confiere al tema una trascendencia que excede en mucho a la que estábamos acostumbrados. Pero así como el argumento británico, que reduce el problema a la autodeterminación de los isleños, carece de validez , el argentino, que denuncia la presencia británica como un acto de colonialismo, no refleja totalmente la situación actual , cuando la relación británica con los malvinenses no es la del dominio de una potencia sobre una población ajena y oprimida. Este factor refuerza la complejidad del asunto, porque conforma un problema de derechos humanos , destacado en la resolución de la ONU en el sentido de atender a “los intereses de la población de las Islas Malvinas”.
Evidentemente, la cuestión no se reduce a integrar a esa población como ciudadanos argentinos , porque, más allá de la anuencia a la recomendación de la ONU, la reclamación argentina debería acompañarse de una clara definición del estatus que correspondería a esa población en el caso de una hipotética recuperación de la soberanía. Es cierto que esto es algo complicado en materia constitucional, pero no por ello menos necesitado de ser resuelto.
Por último, sería de esperar que en vísperas del próximo aniversario de la invasión se evite esa retórica nacionalista que es ajena a la mejor política nacional posible.
Pero sin olvidar que si este tipo de recurso a los sentimientos patrióticos de la población es un vicio político de universal vigencia, también es cierto que en materia de nacionalismos el peor suele ser el de las grandes potencias.
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