El puente aéreo a Malvinas: la odisea de los civiles en la guerra
Cómo trasladaron las tropas a las islas. Entre el 11 y el 29 de abril de 1982, se enviaron 6.500 conscriptos a Malvinas en aviones Boeing 737 de Aerolíneas, únicas naves de gran porte capaces de aterrizar en Puerto Argentino. Hablan los pilotos.
Cuarteto. Los ex pilotos de Aerolíneas que volaron a Malvinas con conscriptos: César Gatti, Eduardo Blau, Osvaldo Cánepa y Alberto Paracampo.
RELACIONADAS
Más
Etiquetas
11/06/12 - 00:45 - Clarin
Había un momento en el que las nubes se corrían y el avión comenzaba a descender en medio de esa geografía de confín, destemplada, monótona. Entonces, dentro del fuselaje, donde el aire era espeso y donde el olor del miedo y de la transpiración de los soldados se volvía insoportable, comenzaba a escucharse un rumor de asombro. A través de las ventanillas, empezaba a configurarse el contorno de las islas Malvinas y esa imagen de manual educativo ahora se volvía palpable para los pasajeros. Dejaba de ser el recuerdo de un dibujo sobre un mapa de escuela y se materializaba en colores: la terrosidad de la estepa, el verde opaco de la turba, los cayos, las bahías, los accidentes costeros inclasificables, y una pista de aterrizaje, brillante por su propia humedad, pero también gris y breve, como una calle muerta, al fondo del fondo.
Dentro del avión se callaban todos, apretujados los cuerpos uno encima del otro, en un espacio desprovisto de toda comodidad, y algún sargento pegaba el grito, un alarido de euforia : “¡Viva la Patria, carajoooo!”. Y los colimbas devolvían un “¡Viva!” atolondrado y temeroso. El sonido impactaba en el interior de la cabina del 737 de Aerolíneas Argentinas, donde no había tiempo para emociones. A esa altura, los pilotos se preparaban para una maniobra de máxima tensión: el aterrizaje de la nave en una plataforma minúscula de sólo 1.250 metros de largo. Luego venía la sacudida del contacto con el suelo, la desaceleración bestial, el comienzo de otra historia.
Los comandantes civiles que condujeron ese y otros vuelos similares están sentados ahora en el living de una casa de la zona norte, repasando los hechos frente a Clarín. El tiempo hizo su oficio: no hay huellas de juventud en las caras de Eduardo Blau, Osvaldo Cánepa, César Gatti y Alberto Paracampo, pero el relato se revitaliza a medida que lo recrean e insisten con una idea que no los suelta: sienten como si los vuelos hubieran sucedido ayer. Es otro caso de colaboración civil, que apuntala, 30 años después, una historia ahora más conocida: la de la participación de Aerolíneas Argentinas durante el conflicto con los ingleses.
De movida, las operaciones se desdoblaron. Casi en simultáneo con la recuperación de las islas, el Gobierno pidió los aviones de la compañía para diferentes misiones. Los 707 (como contó Clarín en febrero) fueron enviados a Libia e Israel a buscar armas en operaciones de carácter confidencial y a los 737 les quedó una faena más pesada: el puente aéreo a las islas, es decir, el traslado de las tropas desde el continente hasta el corazón del territorio en disputa.
Vale aclarar: los hechos suceden en una época previa a las hostilidades, atravesada por cierto espíritu de victoria. Un tiempo donde los hombres operan movilizados por una cierta pulsión patriótica y sin cuestionarse demasiado nada, ajenos a los planes de una dictadura que, justamente, carece de planes. “Yo me veo en la cabina –explica Eduardo Blau– tomando mate en pleno vuelo con uno de los jefes militares y recuerdo la charla. El tipo me decía que no estábamos trasladando tropas para ir a la guerra. Ellos pensaban que los ingleses no iban a venir”.
Los comandantes que llevaron adelante la tarea integraban la flota 737 de Aerolíneas en 1982. Eran los pilotos de los destinos de cabotaje de la compañía. Promediaban los “treintaypico” y sólo querían volar un día para hacerlo de nuevo al día siguiente. Aviadores comerciales en la plenitud de su carrera: no les importaba nada más que estar en el aire. A tal punto, que se anticiparon al pedido del Gobierno. Cuando el Estado los convocó para la misión, ellos ya tenían el asunto estudiado.
Sentían que tenían que hacer algo: “¿Algo como qué?”, se preguntaron el mismo 2 de abril, en una pizzería del centro, horas después de que la Plaza de Mayo se colmara de fervores imposibles. Horacio Reinoso, uno de ellos, era el único que conocía la pista, y fue al punto: “Para detener un avión de gran porte en Puerto Argentino –les dijo– hay que pararse encima de los frenos. No es joda. Sólo pueden aterrizar dos tipos de aviones: los F-28 y los 737, es decir, nosotros”. Pocos días después, la misión se formalizó. El ingeniero Juan Carlos Pellegrini, presidente de la compañía, despachó dos naves a Río Gallegos y fue llamando a los pilotos de a uno: todos aceptaron participar.
Blau repasa: “Cuando llegó el llamado, teníamos todo estudiado, pero quedaban cosas para resolver sobre la marcha. Sabíamos el largo y ancho de pista, pero no sabíamos nada de obstáculos ni tampoco si tenía zona de frenado o franjas con buen soporte para aterrizar un 737. Revisamos en la documentación de Boeing qué experiencias existían en operaciones de campo corto con ese avión y encontramos sólo una de poco tiempo en las Islas Feroes del Mar del Norte, pero con motores de mayor potencia. De todos modos, nos sentíamos preparados; queríamos hacerlo”.
Llegó el momento: las operaciones. En un escenario de urgencia y nudos de viento asesino, los comandantes de la Chanchita –sobrenombre del 737– hicieron 89 vuelos sobre 92 previstos. “La mayor dificultad –continúa Gatti– era la de aproximar, aterrizar y frenar casi 46 toneladas que tocaban a unos 135 nudos (240 km/h), con un microclima que no ayudaba a la operación. Normalmente la pista estaba mojada, pero a esa edad todas las complicaciones nos fascinaban”.
Otras veces el problema era la falta de tiempo. La siguiente anécdota lo explica perfectamente. “Ya habíamos hecho varios vuelos a Puerto Argentino y andábamos dormitando en un par de viejos asientos de avión en lo que era algo así como la central de operaciones. Entra una tripulación de Hércules para recibir las órdenes de prevuelo de un superior de Fuerza Aérea y, de aburridos, escuchamos la conversación”, recuerda Blau.
“Cuando les dan los datos del viento, los pilotos advierten que los nudos excedían lo máximo, lo que me hizo levantar la mano desde nuestro rincón, pese a los insistentes esfuerzos del Tuiti, mi compañero, por evitarlo. Les dije: ‘Nosotros podemos ir’. Los del Hércules nos fulminaron con la mirada, pero aceptaron que lo hiciéramos y luego nos explicaron que una de las directivas era que debíamos descargar en pista y tardar menos de 15 minutos porque atrás aterrizaba otro vuelo”.
Durante la ida, los pilotos prepararon la maniobra. Tenían que descargar en tiempo récord a 110 soldados y sus equipos. El plan era así: después de aterrizar, debían dejar el 737 en la cabecera opuesta, con el lado derecho pegado al límite de la pista, o sea, al pasto. El motor izquierdo quedaría funcionando. Blau bajaría por la puerta delantera izquierda y con un grupo de soldados siguiéndolo daría la vuelta hasta el lado derecho, donde después de abrir las dos bodegas, comenzarían a tirar al pasto todo lo que traía la nave. Una parada en boxes de Fórmula 1. Así fue: “Después de vaciar ambas bodegas en el pasto, cerré las puertas, volví a correr por atrás del avión, subí por la escalera y cerré la última puerta. Simultáneamente, el Tuiti arrancaba el motor derecho. Hicimos un giro de 180 grados y despegamos para el otro lado. Tiempo total en la pista: nueve minutos y medio”.
En total, transportaron 6.500 soldados y 270 toneladas de carga, sobre todo quebracho para las cocinas económicas de las tiendas de campaña. Entre el 11 y el 29 de abril, fueron los responsables de que las islas se llenaran de conscriptos argentinos. Un vuelo típico entre Río Gallegos y Puerto Argentino tenía las siguientes características. Peso de despegue: 49 toneladas. Combustible para ida y vuelta: 10 toneladas. Peso de aterrizaje: 45,7 toneladas. Lo del peso se estimaba a ciegas. “Nosotros cargábamos 200 soldados por vuelo. El peso promedio de un pasajero es de 80 kilos, pero esta vez había que calcularlo con fusil y petate. No sabíamos. Una noche llamé a un soldado y le pedí que se calzara todo encima. Lo llevamos hasta una balanza y lo hicimos parar ahí: 130 kilos”, explica Cánepa.
Así, entre imprevistos de diferente grado, y operando como vuelos de guerra sin seguro de vida ni protocolos básicos de seguridad, los integrantes de la flota 737 llevaron adelante la operación en el corazón del TOAS, en tiempos todavía previos a la batalla, cuando todavía no se vislumbraba el drama de ninguna derrota.
Hoy superan los 60 años y cobran pensión como ex combatientes. Se jubilaron como pilotos de Aerolíneas a mediados de 2000 y están ahí sentados, esta mañana, encadenando un recuerdo con otro y otro más. “Cuatro vuelos por día en 20 días, ni una goma pinchada”, se jacta Cánepa. “Una operación impecable, poniendo el hombro”, agrega Gatti. Terminan de repasar otra historia de participación civil, que se desteje a 30 años de una guerra que todavía nos cuesta explicar.