POR FEDERICO LORENZ HISTORIADOR (CONICET – IDES)
La guerra del Atlántico Sur igualó en la muerte a soldados argentinos y británicos. Pero aún falta reparar la situación que los condujo allí.
22/05/13 - 01:46 – Clarin
En noviembre de 1918, al final de la Gran Guerra, el poeta y soldado inglés Siegfried Sassoon escribió el poema “Reconciliación”. En él se dirigía a la madre de un soldado muerto. Le pedía que, parada frente a la tumba de “su héroe”, recordara a los soldados alemanes, “leales y bravos”, y que pensara que muy cerca, tal vez, ante otras cruces “estarían las madres de los hombres que mataron a su hijo”. El poema evoca el duelo compartido, el dolor que iguala a los enemigos.
Frente a las cruces de un cementerio de guerra (como el argentino de Darwin, o el británico en San Carlos) estos pensamientos se agigantan por su nobleza. Recordé el poema al leer la columna publicada en estas páginas (14/5) en la que Gustavo Druetta sostiene que “Malvinas merece un monumento argentino-británico” .
Si bien la muerte iguala a los hombres (en el dolor, en el sinsentido) esa nivelación es ex post: el homenaje no debería borrar las causas de esas muertes, que son históricas. El énfasis en la pérdida ha sido característico del siglo XX, marcado a fuego por las matanzas masivas bajo la forma de guerras y genocidios. El acento en las víctimas, aún cuando se trate de combatientes, calla los motivos de los muertos. Los sobrevivientes trasladan sus expectativas de paz y superación a los caídos.
En cuanto a Malvinas, los testimonios de veteranos de ambos bandos evidencian, en general, respeto por el adversario a partir de la experiencia compartida de la guerra, un mutuo reconocimiento nacido del sacrificio que, aunque vivido en trincheras diferentes, fue común. A veces lo actúan cuando se encuentran por azar de visita en los mismos campos de batalla y los cementerios de la guerra que compartieron.
Pero tanto el reconocimiento como la igualación, individuales y subjetivos, son más difíciles desde una perspectiva histórica y política. Una disputa territorial irresuelta, una dictadura ciega y torpe, produjeron la guerra de Malvinas, que calzó como anillo al dedo al gobierno de Margaret Thatcher, que la forzó y la ganó. Los combatientes de ambos bandos marcharon a las islas con una identidad, con expectativas, orgullosos o a regañadientes, jóvenes y no tan jóvenes, con una historia que la guerra truncó o marcó para siempre. El énfasis en el sacrificio común no debe desdibujar esa realidad histórica.
Los muertos son sagrados. El dolor no tiene nacionalidad. No podemos discutir al respecto. Ese límite embellece el sentimiento ante sus muertes, pero los desdibuja como actores históricos y borra las diferencias.
Por eso, el homenaje compartido solo debería ser posible tras reparar la situación que los mató. Si eso no sucede, el dolor que iguala impide reconocer a los que merecen homenaje y condenar a los responsables de la guerra y de su conducción improvisada.
Niega a los vivos y a los muertos el sentido de su sacrificio en 1982. Sin reparación, el encuentro en el duelo favorece sin querer la impunidad fronteras adentro y afuera. Perpetúa la iniquidad, encarnada en la disputa irresuelta entre Argentina y Gran Bretaña.